viernes, 23 de septiembre de 2011

MEMORIAS DE MIS LUGARES


“Malecón, el último de Barranco yendo a Chorrillos, zigzagueante, marina en relieve tallada a cuchillo, juguete de marinero, tan diferente al malecón de Chorrillos, demasiada luz, horizonte excesivo, cielo obeso en cura de mar. Malecón de Chorrillos, superpanorama, con una cuarta dimensión, de soledad…”

Martín Adán

Cuando uno crece es inevitable dejar parte de sí en las calles, las esquinas agrietadas, el barrio donde se perdió la primera pelota de fútbol, los circuitos breves donde hacíamos nuestras competencias de bicicleta. Resulta imposible decir que no hay nada de nosotros regados por distintos lugares. Somos la ocurrencia de un lugar, la anécdota de un cemento, un barro o una piedra.

Tengo tres distritos, de entre los muchos, que quisiera compartir con ustedes. Si mi vida pudiera resumirse en tres lugares serían estos y el orden de cómo serán presentados no obedece a la importancia en sí sino a la importancia de sus tiempos en mi vida.

Si debiera empezar por uno sería Barranco (luego explicaré el porqué) pero el primero será Chorrillos, porque fue el primero que vio mi cuerpo perder sus centímetros originales, presenció el trocarse en grave de mi voz. Chorrillos fue el lugar donde fui a parar cuando recién tendría aproximadamente unos seis años. Crecí sin saber de la importancia de sus suelos o de los secretos oligarcas de sus olas. Chorrillos era para mí, primero, el odio que significaba haberme alejado de mis abuelos, de su casa y sus mimos con sabor a mazamorra caliente en el invierno. El invierno de Chorrillos era triste y tenebroso, golpeaba las ventanas de mi habitación, complicaba mi asma y por su tranquilidad risueña en los veranos, en la urbanización donde vivía, hacía que fuera una obligación el socializar, el hacer amigos, cosa que no quería.

Chorrillos fue para mí, segundo, después y con intención de definitivo, el cofre precioso de madera o de roca. El verano de los parques con árboles grandes, ficus, pinos, tomates frescos de la tierra, fueron Joan y Jorge. Las cremoladas de fresa y limón, que me gustaba combinarlas. Eran Quico y sus historias sobre Sara Helen y la primera vez que escuché sobre Sui Generis y ese rasguñar las piedras. Fue la adolescencia que se reencontró con amigos, el pequeño departamento donde nos juntábamos a escribir mala poesía. La colección de discos recién comprados alrededor de cervezas heladas.

Chorrillos fue compitiendo en mi amor por Barranco cuando descubrí que la Herradura también era la Herradura de Bryce Echenique, el Malecón de un oscuro Riva Agüero y la distracción de una casa playera con biblioteca de 25,659 libros que pertenecía a Javier Prado.

Chorrillos era la nostalgia de una aristocracia que se fue y el coqueteo de una clase media con la ceguera que retrataba Saramago.

Chorrillos linda con Barranco, comparten fronteras de brisa, de melancolía húmeda. Barranco era el distrito donde yo quise nacer para sentirme un Jose Antonio, para evolucionar en el eterno enamorado de la Catita de catorce años. Distrito onírico, versado, bebible. Barranco es el lugar a donde una vez huí con mi libro de La casa de cartón después de leer a Virgnia Woolf, huí a sentarme en sus banquitos rodeados de colillas atardecidas. Estaba en Barranco y leía a Barranco, Martín Adán, Eguren, Chabuca, Puentecito de los Suspiros, puentecito escondido. Huía de la memoria que era el rostro de la mujer innombrable, por preservar la amistad. Huía también hacia el único sitio al que uno va para sentirse un escritor de verdad cuando aún no lo es. Porque Barranco es la tierra de la poesía que modela la ola, el cigarrillo que habita las bocas de múltiples idiomas, el sueño en su terquedad.

En Barranco también la vi cantar con su cabellos castaños, lacios. En Barranco uno quiere que el arte sea un alimento que caliente la boca, se forjan las intenciones, se marea la marea. En Barranco leí a Martín Adán y la besé, a ella, pocas veces, pero fueron los mejores besos y las despedidas más largas.

De Barranco a Miraflores los separa un abismo de alturas breves y los acerca las noches de sus calles. Miraflores vive mucho su nocturnidad. Durante mi etapa de rebeldía romántica no quería saber nada de Miraflores, si bien parte de mi niñez fue muy feliz en sus parques, pues mis lecturas me hacían asociar este lugar como un capricho burgués y somero. Mi perspectiva cambió rápidamente y por motivos diferentes. Miraflores alberga para mí el frío de la memoria y la elegancia del estoicismo, también el renacimiento de los huesos. En Miraflores se desarrolló en suma importancia mi vida universitaria, en Miraflores estudiaba inglés y en Miraflores estudiaba mi entonces enamorada.

A veces la recogía en la bajada Armendáriz, donde quedaba su universidad, o nos encontrábamos en el cruce de Angamos con Arequipa o, por último, en el McDonald de Diagonal. En el anfiteatro Chabuca Granda nos tomábamos de las manos, fumábamos y veíamos a los viejitos bailar un bolero o una salsa vieja y aprender de paso las correspondencias y herencias que le dejó el jazz a la salsa en el teclado. Miraflores destaca también por sus hermosos parques, el Kennedy habitado por gatos trepando sus árboles, sus cafés en la bajada Balta, su feria de libros, sus librerías. Su hermoso faro que ilumina el malecón. En Miraflores la recuperé la primera vez que la perdí, después de un recorrido por una tienda de discos hasta terminar en un banquita, enfriándonos por la brisa de invierno, la rueda de una bicicleta indiscreta, la sonrisa que brotaba de su lágrima y el beso que surgió de la caricia.

Fue en el mismo Miraflores que la perdí, en otro parque, en otro malecón miraflorino, y fue entonces cuando la inocencia de fumar un cigarrillo en un parque llevaba el miedo de la memoria. Sin embargo Miraflores también me ofreció sus avenidas literarias, sus recorridos vargallosianos. En Miraflores puedes recorrer la calle Diego Ferré y sentirte el poeta antes de ir al Leoncio Prado, puedes ir al barrio de Ribeyro y buscar algo del flaco en sus esquinas. En Miraflores puedo ir a la casa Museo de Raúl Porras Barrenechea y sentarme en las mismas mesas donde se sentaban él, Vargas Llosa y Macera y leer un libro sobre los orígenes de Lima mientras Puccinelli conversa con alguien. En Miraflores renuevo ciertas fuerzas que el avance de los años pretende clausurar.

Mis vidas han transcurrido por muchos distritos, pero si tuviera que elegir los que más me han cautivado elijo estos tres. A los que debo tanto, a los que estás páginas sólo ofrecen el sabor a deuda.

SUIMAR

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