LICENCIAS DE
UN NOBEL
Hace algunos años, cuando en mí aún residía con fuerza esas
ganas de, de todo lo adolescente, fui a un concierto de esos llamados “subterráneos”.
El lugar fue en Los Olivos, zona en donde el rock local se había ido
desarrollando bastante bien a pesar del (o quizás gracias a ello) silencio de
las emisoras. Uno de los grupos que tocaron ahí lanzaba una frase a todo pulmón
“la muerte y la tortura no es arte ni
cultura”, la danza, el pogo, el sudor. Un círculo humano dando vueltas y
golpeándose.
El grupo se llama Psicosis, una banda de Ska-punk que había
hecho del tema antitaurino un lema, una bandera que los hacía reconocibles. De
aquella banda sólo seguí esa canción y tal vez alguna más que la memoria no ha
sabido perdurar. Inclusive aquella canción de la frase antitaurina se me había
olvidado por completo, así como los moretones de aquellos conciertos. La
canción, “Torero”, poco a poco fue desapareciendo de mi set list , mas no mi sentimiento enraizado de entender a la
tauromaquia como un festín de sangre que nos regresa a lo más primitivo de
nuestro plúmbeo andar.
“Torero” volvió a mí de la mano de uno de los escritores que
más admiro y cuya vida ha significado, y significa aún, un espejo en donde
deseo reproducir mi imagen. Mi relación con Vargas Llosa es tormentosa y
accidentada, pasando de una crítica desmesurada por sus posturas políticas,
hasta la admiración afiebrada por su entrega y aporte a la literatura.
En todo caso mi relación con él siempre ha sido de sorpresas.
Por ejemplo, no pensé que fuera una columna publicada por Mario la que me
hiciera retroceder años atrás a aquella canción de simples notas y danzas
virulentas. No pensé que Mario fuera a darme una lectura desagradable un
domingo especialmente dedicado a las buenas mañanas y esmerados jugos de
naranja. Porque el Domingo, por ser esencialmente horrible, preludio del lunes,
debe de procurar ser perfecto en sus
mínimos detalles. Ello incluye lo antes mencionado, más un almuerzo sin salir
de casa, un buen libro, dos películas y algo interesante que leer en el diario.
Todo sin salir de casa, obviamente.
La columna de Mario titulada para la ignominia “La “barbarie”
taurina”, pretende sin mucho éxito persuadirnos de la naturaleza innoble de
este acto. ¿Cómo, querido Mario, justificar que a un animal se le corte a
pedazos para satisfacer a unos cuantos imbéciles que sienten placer por la
tortura? ¿No serán acaso esos mismos adoradores de la tauromaquia unos Videlas,
unos Francos, unos Pinochets, hambrientos de glóbulos rojos que tú tanto
criticas? Además te reclamas a ti y a
los que defienden la sangre, que son ustedes los que aman a los toros. Eso me
recuerda al amor bíblico de Dios por su pueblo al que tanto ama y somete a
pruebas como las de Job o que manda a Abraham a que asesine a su único hijo. Me
recuerda al amor de tu padre hacia ti que te mandó al Leoncio Prado para que te
hicieras “hombre” y olvidaras eso mariconería de la literatura que tanto amas y
has cuidado y mimado entre fuego y lluvia.
¿De qué amor hablamos, Mario? Definitivamente no del que
intentaba entender Erich Fromm, no creo que sea un amor de creación como
podíamos leer en su Arte de amar, mucho
menos de ese amor que llevó a Dante a descender a los mismos infiernos y
ascender hasta su Beatrice. Lo dudo y lo dudamos quienes te admiramos por esa
defensa de la libertad por sobre todas las cosas, por la condena ante los dictadores
y sus crueldades y torturas ante quienes se atrevían a desobedecer, a
desacatar.
¿No es un torero lo más parecido a un dictador que ejerce su
violencia ante un ser indefenso que no puede elegir? ¿No es un torero alguien
que calla con su acero? Yo no me creo tus razones llenas de imágenes y
metáforas para justificar lo injustificable. La única excusa que expones es que
sin la tauromaquia se acabarían los toros. Estoy seguro de que muchos amantes
de los animales podrían refutar fácilmente esa profecía tuya, ofreciendo
albergues, que no es nada difícil de conseguir y que existen ya para otros
animales que han sido víctimas de la involución de un primate.
¿En qué momento se jodió el toro, Mario? Desde que el hombre pensó
que su goce está por sobre todas las cosas, todas las vidas.
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