martes, 11 de octubre de 2011

¿APITUCADO YO?


Además de la pobreza y fealdad de la palabra, es una acusación de la cual creo ser pobremente merecedor. Sin embargo no por esto significa que mis actitudes no hayan contribuido ridículamente a tal apelativo, a tal irrisoria confusión. Es decir, no soy pituco, no me he “apitucado”, sucede que me suele disgustar más cosas de las que me gustan.

Para explicar tal desviación de cómo entender mi lánguida vida económica debería empezar por mi apodo en la universidad. Era injustamente “El burgués”, con todo y artículo masculino, singular y en tercera personísima persona. Y digo injusto por una serie de razones ya que nunca fui el burgués hasta que vieron mi infame partida de nacimiento que tenía el pecado de decir Municipalidad de Miraflores, lo cual me dio el gentilicio de miraflorino.

Acto injusto porque sólo fui miraflorino por obra y gracia del seguro de trabajo de mis padres. Y sólo lo fui por unos días, ya que luego a Miraflores le agregaron el San Juan. Sí, yo vivía en San Juan de Miraflores, ahí fui a parar después de la clínica, que para mayor castigo no era hospital como el lugar donde nacieron la mayoría de mis compañeros.

Entonces, como ven, mis orígenes son más humildes de lo que pretenden ser mi certificado de nacimiento. Lo primero que yo aprendí de la ciudad no fueron los árboles y los columpios del Kennedy, sino el ruido y la polución de la avenida San Juan, cuadra 11. En la casa que compró mi abuelo luego de haber vivido durante años en el campamento de la empresa Cementos Lima. Era una casa gigantesca para correr, esconderse y crecer aceleradamente. Eso sí, jamás me dejaban salir solo a ningún lado, siempre fui mimado, lo admito.

Mi abuela tenía su propio balcón en su habitación y las cortinas de un color morado oscuro que brindaba cierta atmósfera tenebrosa que con ella en la cama desaparecía. Dormía con ella y me despertaba con alguna caricia o algún postre. La sala también era grande y con su propio balcón, pasaba yo más tiempo en el segundo piso que en el primero. Fue en el balcón de mi sala que mi tío me enseñó a prender cohetes y todo tipo de fuegos artificiales, siempre con encendedor porque era un inútil con los fósforos. Luego me enseño a cortar un extremo del pasador, encenderlo y dejar una pequeña llamita en el borde para con eso encender mis sartas de pólvora mágica.

La noche brillaba en la navidad y los ebrios de la calle peleaban y el sonido de las botellas rotas se colaba en la noche de mis risas. Creía en ese entonces que aquello era normal, esas peleas no eran violencia para mí, eran espectáculos navideños. Viví en San Juan hasta los cinco o seis años y me mudé a los Cedros de Villa. Allí terminé mi inicial, primaria y secundaria.

Es cierto, jamás estudié en un colegio nacional, mi padre jamás lo permitió. Nunca entendí si por orgullo o por amor, pero sus hijos no debían estudiar en colegios nacionales. Para mi madre la respuesta es el orgullo. Mis padres perdieron rápidamente la seguridad económica que tenían al cerrar la empresa donde trabajaban. La casa se construyó justo a tiempo aunque a medio construir. Los Cedros es una zona de clase media, sin muchas preocupaciones y uno que otro guiño de lujo pequeñoburgués.

Debido al calamitoso cierre de la empresa mi educación y la de mi hermana fue una apuesta a un dios que no existe. Mis abuelos corrieron con casi toda mi educación. Nuestros caprichos fueron resueltos casi en su mayoría. Por ser los Cedros una zona que Linda con La Encantada, urbanización de clase económicamente alta, algunas veces conocíamos uno que otro amigo de allá y algunos nos invitaban a sus casas.

Recuerdo que un amigo me contó el envidiable tamaño de la habitación de Diego, más grande que la sala de su casa. Claro, su sala no era tan grande tampoco, pero aun así la habitación era la tierra de Peter Pan.

Durante algún tiempo me sentí cohibido por los límites que se le ponían a mis ganas de ser sublime como diría Umbral. Pero jamás fui un acomplejado al extremo de Balzac. Es cierto, yo quise estudiar en la Católica, nunca lo he negado. Me acusan de que sólo quiero a mis amigos de la Cato. No son mis amigos de la Cato, son mis amigos de la infancia: los de la Cato, los de la San Martín, Pacífico, Ricardo Palma, UPC, Garcilaso de la Vega, San Marcos, Autónoma. A mis amigos no los elijo por universidad, los elijo por el inenarrable placer de beber una copa con ellos.

Si soy culpable de algo, soy culpable de un “manyas” en mi vocabulario. No lo puedo evitar, quizá lo heredé de mi barrio, como heredé el huachado “brother” o un “nicagando”. Soy culpable de que no me gusten los mercados, pero es simplemente porque no me gusta la gente multiplicada, por la misma razón que no suelo comer en restaurantes, sean “pitucos”, “normales” (¿qué es normal?) o de “barrio”.

La misma razón por la que me asfixia San Martín de Porres, Lima norte. El caos es una religión, un dogma. Me fastidia tanto como Miraflores un 14 de febrero. Me gusta la discreción, por eso me parece vergonzoso emitir algún silbido en la calle para hacer notar a algún conocido de mi presencia. No me llamen pituco por eso por favor.

Si quieren ponerse freudianos les daré placer. Es probable que deteste todo lo que encierra el comportamiento del típico hombre de barrio y su uso destructivo del idioma con eso que piensa que es síntoma de ocurrencia y loa, que denominan jerga. Nada me parece más abyecto que la jerga. Y esto me recuerda a mi padre que se educó en el colegio Pedro Labarthe. Donde aprendió la ley de la jungla y el desprecio por la forma y la lírica.

La tensión entre mi padre y yo ha amainado y tiene la intención de generar un puente de cordialidad. Eso espero. Pero mi rechazo total a la jerga y al macho y hembra de barrio ha permanecido inmarcesible. Y esto no obedece sólo a una clase social sino a una forma de actitud ante la vida. Aunque curiosamente Melcochita me causa gracia.

La otra semana una ex amiga, estudiante de filosofía con más futuro de sofista, me acusó de pequeñoburgués por el uso de Facebook, que ella misma usa. Lo declaro injusto, pequeñoburgués no es para mí una realidad, es más en todo caso a una meta. Sólo en el sentido económico, me explico. Cómo sino con dinero me puedo comprar todos los libros de Proust, pagar mis soñados estudios de francés, comprarme las guitarras que quiero, ir al teatro o al cine a ver una de Woody Allen. ¿Cómo? ¡Explíquenme! Las entradas al teatro para ver una obra de Brecht , un concierto de Drexler. Mi pequeño bar.

¿Apitucado yo? No lo creo, soy más un ser exigente en gustos, caprichoso si quieren, difícil si gustan, engreído por el abrazo de mi abuelo.

No he sufrido hambre y ciertos gustos se me han cumplido. Nada más. Mi madre fue alumna de una profesora velasquista que le enseñó la importancia de entender el Perú más allá de Lima. Y si bien Velasco no es de mi entero gusto, él hizo que aquella profesora le diera una lección de mayúscula importancia que me fue transmitida por mi madre. Que en el Perú hay cholos, blancos, negros, asiáticos, mezclas. La discriminación racial, social como un mal endémico a exterminar fue una lección de mi madre y creo que intento ser fiel a ello.

Por favor no me digan que me he “apitucado”. Hace poco almorcé en La Romana, en Miraflores y hace poco también cené en Pochita, un chifa de cinco soles en Chorrillos. ¿Quieren alguna recomendación? Vayan a Pochita.