M Carrasco
Si bien se acercan las elecciones
presidenciales, no estaría mal recordar lo sucedido en las municipales pasadas
en las que resultó ganador Luis Castañeda Lossio. Y, sobre todo, el papel que
jugaron aquellas minorías “cultas” que despotrican de la corrupción y defienden
la democracia.
Para ello habría antes que
mencionar, aunque someramente, el papel de las mayorías. Y esta es el de la
inacción o desvinculación de los procesos sociales, enfáticamente en lo
concerniente a lo político. El primero aborda una problemática general, en
cuanto a una distorsión de lo importante, teniendo predominancia en el campo de
la atención los sucesos frívolos y pasajeros. Ello se enmarca en lo que
algunos, dentro de su concepto, han denominado como un empobrecimiento de la
cultura y que Vargas Llosa ha definido como la “civilización del espectáculo”
en su más reciente libro de ensayos, teniendo como referentes teóricos primeros
a T.S. Eliot y a Freud, entre otros.
Si bien, tal como está desarrollado
en el libro, el autor recoge las posiciones de estos autores cuyas
publicaciones datan de las décadas de los
treintas y cuarentas del siglo pasado, en donde ya muestran sus
preocupaciones por el deterioro de la cultura, es en la actualidad donde Vargas
Llosa asume se ha dado un incremento paroxístico de lo insustancial. El
problema es que dentro de cincuenta años podríamos decir lo mismo de la
situación que se nos vendrá (y muy posiblemente sea así), así como antes lo
podrían haber dicho los renacentistas sobre la edad clásica.
En lo que sí podríamos estar de
acuerdo es que la actual situación sí privilegia lo trivial y lo que no lo es
lo trivializa. Esto se da en la escena contemporánea. Por lo tanto el
comportamiento de las mayorías en relación con la cultura viene de atrás e
incrementándose vertiginosamente. Y como la cultura, la creación artística,
intelectual, no proviene de la nada sino de lo que nos rodea, de la sociedad,
el resultado es una desconexión de la realidad o una invención de ella. Vale
decir una invención canónica.
Lo segundo, lo político, es una
consecuencia innegable de lo primero. El Perú no ha asumido una propuesta
educativa seria, somos mayoritariamente incultos y prueba de ello son las
escuelas en mal estado, el mal salario de los profesores, el ínfimo y abyecto
número de librerías en Lima, por no nombrar al resto del país, etc. Sin embargo
ha habido una diferencia resaltante en las últimas dos décadas.
Me refiero al distanciamiento
casi total de la población no sólo con los partidos políticos, sino con toda
acción que represente una preocupación por lo político. En esto el papel de
Fujimori ha sido esencial. La banalización de lo político, si bien no empieza
con él, se fortalece en su régimen.
Para Degregori, sin embargo, no
se trata de un distanciamiento, sino de una reeducación sobre lo político y
puede que tenga razón. Por
distanciamiento podríamos constatarlo con la escaza o casi nula actividad en
los locales partidarios, quizá de ello se salve el APRA y hasta el PPC, pero el
resto es culpable de su inexistencia. Por reeducación podríamos entenderlo como
esta forma fatua de abordar los temas y también los temas que se abordan.
Es preciso recordar que los
ataques del oficialismo hacia sus adversarios no eran con argumentos ideológicos
o políticos que evidenciaran la pobreza de su retórica, sino
caricaturizándolos, tildándolos de afeminados y homosexuales, ambos como
sinónimos de lo negativo. El discurso político cedió ante el espectáculo. El
mismo Fujimori renegaba de la clase política y por eso mismo era el outsider que venía a poner orden y a
refundar la patria. Lo político así era sinónimo de lo indeseado.
La mayoría así expuesta es una
consecuencia de un fenómeno general donde prevalece lo vacuo, buscar sus
orígenes no es el propósito de este texto, y en donde lo particular, es decir,
su relación con lo político tiene un punto de partida identificable, como lo es
el fujimorismo.
¿Y qué sucede entonces con la
minoría? Para empezar, es necesario afirmar que toda discusión dicotómica nunca
lleva a buen destino. Caer en el clásico discurso mayoría/masa igual a inculta
o tonta, no sólo es decimonónico, sino también racista. No obstante, los
grandes cambios siempre se han dado a contracorriente y el sector ilustrado
siempre ha sido una élite (casi siempre económica, pero no siempre). Aun así la
realidad es más compleja de lo que el maniqueísmo pretende hacernos creer.
La minoría culta o ilustrada no
siempre proviene de un mismo sector socioeconómico, desde ahí podríamos romper
una idea de inamovilidad que se sostiene al respecto. Por lo mismo hay un
dinamismo y multiplicidad de ideas al interior. Del mismo modo sucede con las
mayorías, cuyos integrantes la conforman actores de distintos sectores
socioeconómicos.
Rompiendo esa idea de inamovilidad,
también deberíamos añadir lo que voy a denominar como el prejuicio de la razón.
En las elecciones presidenciales del 2010 funcionó mucho aquel concepto/frase
de “garante de la democracia”, para
dulcificar la imagen radical con la cual había sido presentado el entonces
candidato Ollanta Humala. Como figura principal se halló a Mario Vargas Llosa
dentro del espectro intelectual y a Alejandro Toledo en lo político.
En esta estrategia de imagen
sirvió sobre todo lo primero como medida efectista: la imagen del intelectual.
Hasta donde yo sé no ha habido
pruebas estadísticas que demuestren la certeza y el alcance de aquella presunta
eficacia, sin embargo nos vamos a basar en que ese concepto ya está instalado
dentro del imaginario de la gente, prueba de ello son los constantes reclamos
al autor laureado sobre su responsabilidad con las fallas del actual gobierno.
Asimismo no deja de ser
contradictorio, como primera impresión, que en un país acusado de inculto tenga
importancia lo que un grupo de intelectuales pueda opinar sobre algo o alguien.
No obstante, no hay que confundir la forma con el fondo. La imagen del
intelectual aún tiene peso, a pesar de que no se le lea, se le reconoce su
importancia, aunque esta sea por la misma exposición de los medios.
Precisamente ahí radica el
problema. Junto a la presencia de Vargas Llosa, se sumaron otras importantes,
como las de Alfredo Bryce Echenique, Rodolfo Hinostroza, Fernando Iwasaki,
Daniel Alarcón, Santiago Roncagliolo, etc. El argumento era claro y, hasta
cierto punto, válido ¿Si no se puede confiar en aquellas personas cultas,
estudiosas, entonces en quién?
Como consecuencia, la validez de
una posición no se dio por los argumentos de estos intelectuales, sino por su
propia persona, por su imagen representativa. En el imaginario popular el
intelectual, un escritor, dada su amplia cultura, no puede equivocarse o si lo
hace es muy rara vez. Se le otorga así un valor infalible a sus posiciones,
incluyendo la ética.
Esto lo supo aplicar bien el
fujimorismo al tener entre sus aliados a figuras intelectuales como la
lingüista Martha Hildebrandt y al historiador Pablo Macera. La lógica era la
siguiente “si unos intelectuales conocidos como ellos apoyan al gobierno,
entonces el gobierno está bien”. Los intelectuales son unos referentes
importantes por su capacidad de análisis y argumentación, pero al coger sólo su
imagen sin su argumentación estamos cayendo en un error.
El apoyo de Vargas Llosa y otros
intelectuales a la candidatura de Humala fue favorable y correcta, pues se
trataba de impedir que regresara al gobierno una agrupación que hizo mucho por
destruir la democracia y que aún no asume sus culpabilidades sobre el caso.
Pero el beneficio se dio sobre una falsa premisa que es la de la imagen, la del
intelectual no se equivoca. Y una de las fallas de esa clase letrada constituye
en no distinguir la diferencia entre eficacia y democracia.
Unos de los libros de historia
más importantes e interesantes que han aparecido en estos últimos años es el de
Historia de la corrupción en el Perú, del
historiador Alfonso Quiroz. Con información detallada hace un repaso desde los
tiempos de la colonia hasta la dictadura de Fujimori, en donde nos muestra los
constantes actos de corrupción que hemos sufrido. La tesis principal del libro
es mostrarnos cómo la corrupción, haciendo las sumas respectivas, sí es un
grave problema que nos debe preocupar, pues nos ha costado una cantidad de
dinero significante que nos ha impedido avanzar en la construcción de una
nación.
El problema que veo aquí es una
constante en los rechazos a la corrupción. La crítica que se le hace es la
pérdida económica que esta nos cuesta, desbaratando así la famosa frase de
“roba pero hace obra”. No obstante que la crítica sólo se resuma al aspecto
económico vuelve vulnerable y hasta innecesaria, según los casos, a la
democracia. Si el único objetivo de la democracia se convierte en un bienestar
económico entonces la dictadura de Pinochet, sus violaciones a los derechos
humanos, no tendría nada malo, más allá de los “excesos”. Siempre y cuando sea
por el bienestar del capital.
Mientras no distingamos esta
diferencia, la democracia seguirá siendo tan débil como lo es ahora. Sucedió
hace poco ante las elecciones municipales en las cuales habían tres candidatos,
entre los que figuraban en primer lugar el ex alcalde de la ciudad Luis
Castañeda Lossio, seguido por un ex ministro aprista, Enrique Cornejo, y en
tercer lugar la alcaldesa de ese entonces, Susana Villarán.
La primera decisión era evitar
que el ex alcalde acusado de serios delitos de corrupción volviera al poder.
Los dos candidatos a elegir estaban entre el ex ministro aprista y Susana
Villarán, quien había sido acusada de hacer una gestión bastante deficiente.
Las lecciones de historia sobre el accionar del aprismo son suficientes como
para saber que esa no era una opción a tomar. Por lo tanto quedaba la candidatura
de Villarán como la posibilidad a seguir.
Es cierto que también hubo ahí
denuncias al respecto, pero ninguna, hasta ahora, ha sido con peso que
justifique su presunta culpabilidad. Es más, transcurrido los meses aquellas
denuncias han perdido peso y sustancia, mientras que el recuerdo de Comunicore
sigue bastante presente.
Una de las reticencias, la más
importante, que provocaba el antivoto de Villarán era su ineficacia en la
gestión. Resulta sintomático de una democracia débil como la nuestra que el
apodo de “vaga” atribuido a Villarán tuviera más efecto de rechazo que el de
“choro”, “corrupto” o “ratero”, que eran atribuidos al actual alcalde.
Era entendible, entre quienes
votamos por ella la primera vez, nuestra decepción ante una gestión de la que
se esperaba mucho más. Aun así no era motivo para dirigir nuestro voto hacia el
ex alcalde que representa la tradicional forma de política que genera rechazo.
Una lección capital de la democracia que debe aprenderse es la siguiente: la
democracia está por encima de las ideologías y tiendas políticas.
Un imperativo entonces era votar
nuevamente por la candidata cuya mayor acusación era de ineficiente o vaga,
pero no por corrupción. Sin embargo esta acción sirvió para algunos para
acusarla de conformismo y que, por lo tanto, lo mejor era votar en blanco.
Esta acción quizá no hubiera
tenido un efecto cuantitativo importante durante el voto, mas demuestra un
rasgo más significativo y preocupante: equivaler eficacia y corrupción a un
mismo nivel.
La decepción de una cantidad
considerable de personas ante la gestión de Villarán, pero también de rechazo a
Castañeda los llevó a votar en blanco o viciar su voto. Aquello hubiera sido lo
correcto si la motivación provenía de una percepción de corrupción de ese
gobierno, sin embargo la realidad es que provenía de su ineficacia. Una vez más
la democracia, así entendida, está al servicio de sus productos cuantificables,
mercantiles y, por lo tanto, es un bien descartable.
Las consecuencias las tenemos
ahora, paradójica e irónicamente, desde el factor cuantificable y material de
su gestión. Es decir, intentar abrir un tercer carril sin planificación, ni
estudios previos, construir un bypass con
la misma metodología anterior, además se sesiones cerradas donde cuesta acceder
a la información. Pero lo más grave es
esa lección de impunidad donde todos podemos ser criminales y triunfar en ello.
Estas elecciones presidenciales no pueden ni deben ser iguales.