viernes, 6 de noviembre de 2009

PEQUEÑA HISTORIA DE UN EDIFICIO

El centro de Lima parece estar empecinado en querer ganarle la guerra a la vejes y al olvido. Ha sido testigo de cambios importantes y sus edificios son fotografías de cemento que duermen a la espera de nuevos bríos. Hace apenas cincuenta años era el centro vital de la élite más poderosa de las familias peruanas, cómo no recordar aquellos pasajes inmortales de Un Mundo Para Julius, en cuyas hojas se leía las bondades culinarias del Gran Hotel Bolívar, ubicado al frente de la Plaza San Martín, en sus alrededores habitan una serie de edificaciones de similar estética, sin omitir al imponente Club Nacional, todos aquellos, rostros de un pasado aristocrático que duerme. Es decir, todos estos edificios guardan un guión en sí, que es contar la historia de lo que fue, es y quién sabe si será. Si fueron testigo y sostén de una época que se fue, ahora son cómplices de un presente que baila desnudo a un sol la noche.
A unos cuantos metros de la Plaza San Martín, en la esquina del Jirón Tacna con Nicolás de Piérola, se encuentra el edificio que fuera en su momento de la Compañía de Seguros La Popular, de propiedad de la familia Prado. Consta de tres pisos, con techos elevados, grandes ventanales cubren toda su fachada, la parte superior de su estructura luce dañada por el paso de los años, como si una bofetada de tiempo le hubiera robado su elegancia, su aspecto luce ahora lóbrego y más como una película de Tim Burton, pero con cierta sexualidad a lo Almodóvar. Pues aquel espacio, insultado por los años, luce muy distinto a la foto que aparece en mi libro El Imperio Prado: 1890-1970 de Felipe Portocarrero, provoca cierta nostalgia y morbo a la vez. Recuerdo cuando vi la foto en mi libro la primera vez, creía reconocerlo a lo lejos, sabía que de alguna manera aquella edificación se me hacía familiar, como si formara parte de mí ya hacía buen tiempo. Mi pregunta rondó semanas, hasta que un día, al visitar el Centro De lima, bajo exactamente en aquella dirección que nombré hace un momento, es decir, en la esquina del Jirón Tacna con Nicolás de Piérola. Lo había visto infinidad de veces, pero definitivamente uno jamás encuentra lo que no está buscando, por lo que decidí buscarlo y hallé mi respuesta, mi deseo hecho ruina.
Resulta difícil explicar aquella fascinación por las construcciones viejas, es como otorgarles el papel de vieja chismosa, de las que no mienten y guardan más de un secreto. Efectivamente, aquel edificio guarda aún mil secretos para mí. De día aparenta una muerte histórica, un olvido arquitectónico, pero de noche, al encenderse las luces de la ciudad, y al salir las putas de las prendas más cortas, el edificio parece recobrar vida, parece haberse quitado las faldas y en lugar de ellas colocarse unas tangas y tacones. Es una barra, termino que se utiliza para denominar a los night clubs o centros nocturnos, donde la gente adulta (aunque también acuden menores de edad) especialmente público masculino, acude para presenciar shows de streptease. Hay dos en total y en medio de ellas hay un chifa.
Intenté durante el día acercarme al dueño del chifa para poder obtener alguna información sobre cómo accedieron a este local, a quién acudieron para hacer el contrato, pero los horarios de esta mano transeúnte no encontraron un momento preciso para satisfacer la duda. Además el verdadero interés estaba en la noche, en saber quiénes habitaban dicho lugar, cómo se preservan sus estructuran internas o en todo caso, cuánto se ha alterado su imagen original.
Es a partir de las seis de la tarde que las luces del Centro comienzan rebelarse ante la noche, devorando los pedazos de tiniebla que la luna no alcanza a exterminar. Es hora en que las barras comienzan a abrir sus puertas, que se inicia el aseo interno y los hombres encargados de atraer público salen a la calle, se paran frente a sus puertas y comienzan a promocionar los shows: A sol la barra, a sol. La discreción parece un juego de absurdos, todos son invisibles alrededor, no importa que sea un precoz adolescente o un anciano con máscara de inocencia, a las barras parece entrar cualquiera. Pago el sol correspondiente e ingreso al local, a confirmar por fin, de una vez por todas, aquella imagen que en mi mente no me dejaba en paz desde aquella foto en mi libro... Nada es como me lo imaginaba, no son ruinas, parada nada, se trata de una transformación de alma, de muros y espacios. Lo primero que se percibe es la oscuridad erótica y comercial del ambiente, a la derecha de la entrada se encuentra el bar, solo observo cervezas y algunos whiskies, un solo barman, en las bancas que acompañan al bar hay cuatro mujeres en tangas, semidesnudas, hablando, riendo, coqueteándose entre ellas, más allá se encuentra otra, la única con compañía masculina, viste unos tacos de color negro, así como su minifalda y su brasier. Está sentada sobre su pierna derecha, mientras la otra se mece acompasadamente de una música indescifrable. Dos hombres la acompañan, le ofrecen cerveza, ella les coquetea y bebe, sin acabar nunca su vaso, parece saber que quienes deben embriagarse son ellos y no ella.
Más allá, en donde yo pienso debía de ser el salón principal de la antigua compañía, se encuentra el escenario, con un tubo metálico en el medio y espejos alrededor que ofrecen una visión hacia ambos lados del espacio, derecha e izquierda, su función es que nadie se pierda del acto, del baile, del metodismo del desnudo. Sigo caminado, trato de observar discretamente, para que todos existan menos yo, el humo del lugar resulta por momentos asfixiante pero a la vez me mimetiza con el entorno, a mi izquierda hay habitaciones especiales, para los shows privados, 30 o 50 soles, según el tiempo y el tipo de trato que quieras recibir de alguna de las chicas. Definitivamente todo ha cambiado, excepto los techos, no hay forma intimidarlos y atreverse a cambiarlos, su altura es inmarcesible, aún se observa la madera vieja que recorre todo el espacio intocable de sus alturas. Sin embargo no puedo resignarme a los techos, sé que la búsqueda por pedazos que se hayan negado al cambio debe existir por algún lado. Es por eso que sigo caminando, esta vez hacia los baños, que se encuentran atrás del escenario, siguiendo un pequeño pasadizo, que de paso se comunica con el camerino de las bailarinas. Siguiendo por ese camino se llega hasta un punto en donde no queda más que doblar hacia la derecha, lo que a la vez termina con una puerta metálica que comunica con otra parte del edificio, una sección que no ha sido afectada por el cambio, evolución o involución, todo alrededor es madera, vidrios sucios, empolvados, paredes blancas o cremas, lo que quiera que la visión nocturna pueda acreditar. De pronto un guardia del lugar me toma por sorpresa y me pregunta qué hago en ese lugar, yo trato de decirle que estoy en búsqueda de un local para alquilar, él pregunta para qué, yo dudo, titubeo y al final respondo:
-Para un restaurante puede ser.
Él hombre me dice que no, que tendría que hablar con el dueño, pero que en este momento se encuentra de viaje y no hay cómo contactarlo. Yo quiero preguntarle ¿Usted sabe que esto fue antes el edificio de la Compañía de Seguros La Popular de la familia Prado, que de alguna manera representaba el sostén económico de una época que se fue? Pero callé, mi presencia no era bien recibida en ese lugar, digo adiós a la puerta metálica que amuralla mil preguntas sobre su pasado y su incierto futuro. Me retiro, quiero preguntarles a las chicas si saben dónde están trabajando, si saben qué fue este lugar, pero el show debe continuar y opto por retirarme a buscar otros edificios en mi pequeña biblioteca.

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