jueves, 14 de mayo de 2009

UNA FRUNA POR FAVOR


Aproximadamente serían las tres de la tarde por la Av. Angamos, en el distrito de Miraflores, en el cruce de la interminable y tantas veces grotesca Av. Arequipa, o sea frente al ICPNA(instituto cultural peruano norteamericano) lugar donde vi a aquella señora caminando, arrastrando y hasta resaltando de entre todos los demás transeúntes, con su inmensa pollera o falda, no sé, con un gorrito oscuro y muchas telas más sobre su diminuto cuerpo, y aunque era tan diferente a mí la sentí mi abuela, y aunque era tan mayor con respecto a mí la sentí mi hermana y a la vez le hice sentir a ella toda mi indiferencia.

A ella, que probablemente lleva en sus en sus hombros caídos unos sesenta o setenta años, que probablemente acaba de llegar a Lima proveniente de algún lugar de la sierra peruana (asumo yo con infantiles suposiciones e hipótesis imposibles de fundamentar y por lo tanto no más que puro prejuicio) le esquivé la mirada, aceleré el paso, subí el volumen de mi MP4, ni siquiera escuché lo que decía, pero en su mirada, en su rostro cansado, sucio y tierno, cercano como si hubiera llorado mis penas con ella, como si hubiéramos escuchado juntos un disco de Piazzolla o como si nos hubieran roto el corazón al mismo tiempo, como si fuéramos juntos la tristeza de Vallejo o la ternura de Benedetti. En esa mirada suya, al mismo tiempo que sonaba el Across the Universe en mis oídos, me sentí el hombre más hipócrita del mundo y la mierda más fétida de la Av. Angamos, cruce con la Av. Arequipa, en el cada vez más multiétnico y clasemediero acomodado distrito de Miraflores.

La mano que ascendía de entre las tantas telas de aquella señora me mostró un pequeño paquete de frunas. No andaba con mucho dinero, pero definitivamente podía comprar no una sino muchas frunas, pero no lo hice. Seguí caminando, siete u ocho pasos más hasta que lo moribundo, comatoso y escaso sentido de humanidad que me queda me hizo girar y observar mejor el escenario.

La señora siguió caminando, sin decir ni una sola palabra, con la cabeza gacha y la mano temblando. No vi a nadie, de todos los que pasaron alrededor de ella, que le hiciera caso, que la notaran al menos, que supieran que existe, a lo mucho la miraban igual que yo, con la culpa por dentro, pero sin frenar el paso. ¿Puede reinar tanto la indiferencia? ¿El individualismo puede primar tan ciegamente sobre el bienestar colectivo? ¿Por qué yuxtapuse unos putos cincuenta céntimos a la vergüenza moral?

Y no hablo de moralidad al estilo ciprianoide o de cualquier señor con vestido negro o sotana, como quieran que se llame, no hablo de la moralidad de una iglesia que proclama amor e igualdad pero desprecia a la mujer y tienen como santo a San Agustín que empezó como mujeriego y terminó de obispo, para quien la mujer no era más que “camino de todas las iniquidades, puerta del infierno, flecha de Satanás, hija del demonio, ponzoña del basilisco, burra mañosa, escorpión siempre listo a picar, etc.” No hablo de la moralidad romana donde un asesino serial tiene más posibilidades de entrar al cielo que un misántropo homosexual, o de un cardenal al que le apesta los derechos humanos y la CVR, no hablo de moralidad donde prime el dogma y se castigue la duda, se premie la obediencia y se arrincone a la razón.
Hablo de la simple moralidad, de la construcción de valores del raciocinio del individuo como integrante de un todo, donde la indeferencia y el menosprecio duela en lo más profundo de lo que sea que seamos, por infantil, cursi y gastado que suene. Por otra parte ¿Quién o qué representa aquella señora anciana? ¿Es Lima la panacea económica de los inmigrantes andinos y selváticos? ¿Estamos realmente obligados a colaborar con cada persona que veamos en la calle vendiendo productos en estado paupérrimo? ¿Es esta compasión que tengo una forma sutil y enmascarada de sentirme superior a alguien? ¿Cambiaría del algún modo su vida una fruna comprada por mí? La señora es la muestra de una ciudad que defrauda, de una indiferencia galopante de una supervivencia continua, de acostumbrarnos a lo miserable. Debo decir que al final, corrí como queriéndome salvar de la corte de mi cabeza, buscando mi propia aceptación y le compré unas frunas, pero han pasado las horas y me sigo sintiendo igual de mierda.

2 comentarios:

Daphne dijo...

detesto ese cruce (aunque no es precisamente el tema)

minif dijo...

Bueno amigo..creo que lo rescatable de todo es que te hayas dado cuenta de la miseria que se apodera de nosotros..que muchas veces renegamos de nuestra sociedad..y es aquella sociedad que somos todos la que debe cambiar..empezando por nosotros mismos..mirandonos y sintiendo...siendo sensibles y aceptando a las personas como tal...no te sientas mal...pues al final actuaste con el corazón..