domingo, 27 de septiembre de 2015

EL VOTO EN BLANCO Y EL CONFORMISMO

M Carrasco


Si bien se acercan las elecciones presidenciales, no estaría mal recordar lo sucedido en las municipales pasadas en las que resultó ganador Luis Castañeda Lossio. Y, sobre todo, el papel que jugaron aquellas minorías “cultas” que despotrican de la corrupción y defienden la democracia.

Para ello habría antes que mencionar, aunque someramente, el papel de las mayorías. Y esta es el de la inacción o desvinculación de los procesos sociales, enfáticamente en lo concerniente a lo político. El primero aborda una problemática general, en cuanto a una distorsión de lo importante, teniendo predominancia en el campo de la atención los sucesos frívolos y pasajeros. Ello se enmarca en lo que algunos, dentro de su concepto, han denominado como un empobrecimiento de la cultura y que Vargas Llosa ha definido como la “civilización del espectáculo” en su más reciente libro de ensayos, teniendo como referentes teóricos primeros a T.S. Eliot y a Freud, entre otros.

Si bien, tal como está desarrollado en el libro, el autor recoge las posiciones de estos autores cuyas publicaciones datan de las décadas de los  treintas y cuarentas del siglo pasado, en donde ya muestran sus preocupaciones por el deterioro de la cultura, es en la actualidad donde Vargas Llosa asume se ha dado un incremento paroxístico de lo insustancial. El problema es que dentro de cincuenta años podríamos decir lo mismo de la situación que se nos vendrá (y muy posiblemente sea así), así como antes lo podrían haber dicho los renacentistas sobre la edad clásica.

En lo que sí podríamos estar de acuerdo es que la actual situación sí privilegia lo trivial y lo que no lo es lo trivializa. Esto se da en la escena contemporánea. Por lo tanto el comportamiento de las mayorías en relación con la cultura viene de atrás e incrementándose vertiginosamente. Y como la cultura, la creación artística, intelectual, no proviene de la nada sino de lo que nos rodea, de la sociedad, el resultado es una desconexión de la realidad o una invención de ella. Vale decir una invención canónica.

Lo segundo, lo político, es una consecuencia innegable de lo primero. El Perú no ha asumido una propuesta educativa seria, somos mayoritariamente incultos y prueba de ello son las escuelas en mal estado, el mal salario de los profesores, el ínfimo y abyecto número de librerías en Lima, por no nombrar al resto del país, etc. Sin embargo ha habido una diferencia resaltante en las últimas dos décadas.
Me refiero al distanciamiento casi total de la población no sólo con los partidos políticos, sino con toda acción que represente una preocupación por lo político. En esto el papel de Fujimori ha sido esencial. La banalización de lo político, si bien no empieza con él, se fortalece en su régimen.

Para Degregori, sin embargo, no se trata de un distanciamiento, sino de una reeducación sobre lo político y puede que tenga razón.  Por distanciamiento podríamos constatarlo con la escaza o casi nula actividad en los locales partidarios, quizá de ello se salve el APRA y hasta el PPC, pero el resto es culpable de su inexistencia. Por reeducación podríamos entenderlo como esta forma fatua de abordar los temas y también los temas que se abordan.

Es preciso recordar que los ataques del oficialismo hacia sus adversarios no eran con argumentos ideológicos o políticos que evidenciaran la pobreza de su retórica, sino caricaturizándolos, tildándolos de afeminados y homosexuales, ambos como sinónimos de lo negativo. El discurso político cedió ante el espectáculo. El mismo Fujimori renegaba de la clase política y por eso mismo era el outsider que venía a poner orden y a refundar la patria. Lo político así era sinónimo de lo indeseado.

La mayoría así expuesta es una consecuencia de un fenómeno general donde prevalece lo vacuo, buscar sus orígenes no es el propósito de este texto, y en donde lo particular, es decir, su relación con lo político tiene un punto de partida identificable, como lo es el fujimorismo.

¿Y qué sucede entonces con la minoría? Para empezar, es necesario afirmar que toda discusión dicotómica nunca lleva a buen destino. Caer en el clásico discurso mayoría/masa igual a inculta o tonta, no sólo es decimonónico, sino también racista. No obstante, los grandes cambios siempre se han dado a contracorriente y el sector ilustrado siempre ha sido una élite (casi siempre económica, pero no siempre). Aun así la realidad es más compleja de lo que el maniqueísmo pretende hacernos creer.

La minoría culta o ilustrada no siempre proviene de un mismo sector socioeconómico, desde ahí podríamos romper una idea de inamovilidad que se sostiene al respecto. Por lo mismo hay un dinamismo y multiplicidad de ideas al interior. Del mismo modo sucede con las mayorías, cuyos integrantes la conforman actores de distintos sectores socioeconómicos.

Rompiendo esa idea de inamovilidad, también deberíamos añadir lo que voy a denominar como el prejuicio de la razón. En las elecciones presidenciales del 2010 funcionó mucho aquel concepto/frase de “garante de la  democracia”, para dulcificar la imagen radical con la cual había sido presentado el entonces candidato Ollanta Humala. Como figura principal se halló a Mario Vargas Llosa dentro del espectro intelectual y a Alejandro Toledo en lo político.

En esta estrategia de imagen sirvió sobre todo lo primero como medida efectista: la imagen del intelectual.

Hasta donde yo sé no ha habido pruebas estadísticas que demuestren la certeza y el alcance de aquella presunta eficacia, sin embargo nos vamos a basar en que ese concepto ya está instalado dentro del imaginario de la gente, prueba de ello son los constantes reclamos al autor laureado sobre su responsabilidad con las fallas del actual gobierno.

Asimismo no deja de ser contradictorio, como primera impresión, que en un país acusado de inculto tenga importancia lo que un grupo de intelectuales pueda opinar sobre algo o alguien. No obstante, no hay que confundir la forma con el fondo. La imagen del intelectual aún tiene peso, a pesar de que no se le lea, se le reconoce su importancia, aunque esta sea por la misma exposición de los medios.

Precisamente ahí radica el problema. Junto a la presencia de Vargas Llosa, se sumaron otras importantes, como las de Alfredo Bryce Echenique, Rodolfo Hinostroza, Fernando Iwasaki, Daniel Alarcón, Santiago Roncagliolo, etc. El argumento era claro y, hasta cierto punto, válido ¿Si no se puede confiar en aquellas personas cultas, estudiosas, entonces en quién?

Como consecuencia, la validez de una posición no se dio por los argumentos de estos intelectuales, sino por su propia persona, por su imagen representativa. En el imaginario popular el intelectual, un escritor, dada su amplia cultura, no puede equivocarse o si lo hace es muy rara vez. Se le otorga así un valor infalible a sus posiciones, incluyendo la ética.

Esto lo supo aplicar bien el fujimorismo al tener entre sus aliados a figuras intelectuales como la lingüista Martha Hildebrandt y al historiador Pablo Macera. La lógica era la siguiente “si unos intelectuales conocidos como ellos apoyan al gobierno, entonces el gobierno está bien”. Los intelectuales son unos referentes importantes por su capacidad de análisis y argumentación, pero al coger sólo su imagen sin su argumentación estamos cayendo en un error.

El apoyo de Vargas Llosa y otros intelectuales a la candidatura de Humala fue favorable y correcta, pues se trataba de impedir que regresara al gobierno una agrupación que hizo mucho por destruir la democracia y que aún no asume sus culpabilidades sobre el caso. Pero el beneficio se dio sobre una falsa premisa que es la de la imagen, la del intelectual no se equivoca. Y una de las fallas de esa clase letrada constituye en no distinguir la diferencia entre eficacia y democracia.

Unos de los libros de historia más importantes e interesantes que han aparecido en estos últimos años es el de Historia de la corrupción en el Perú, del historiador Alfonso Quiroz. Con información detallada hace un repaso desde los tiempos de la colonia hasta la dictadura de Fujimori, en donde nos muestra los constantes actos de corrupción que hemos sufrido. La tesis principal del libro es mostrarnos cómo la corrupción, haciendo las sumas respectivas, sí es un grave problema que nos debe preocupar, pues nos ha costado una cantidad de dinero significante que nos ha impedido avanzar en la construcción de una nación.

El problema que veo aquí es una constante en los rechazos a la corrupción. La crítica que se le hace es la pérdida económica que esta nos cuesta, desbaratando así la famosa frase de “roba pero hace obra”. No obstante que la crítica sólo se resuma al aspecto económico vuelve vulnerable y hasta innecesaria, según los casos, a la democracia. Si el único objetivo de la democracia se convierte en un bienestar económico entonces la dictadura de Pinochet, sus violaciones a los derechos humanos, no tendría nada malo, más allá de los “excesos”. Siempre y cuando sea por el bienestar del capital.

Mientras no distingamos esta diferencia, la democracia seguirá siendo tan débil como lo es ahora. Sucedió hace poco ante las elecciones municipales en las cuales habían tres candidatos, entre los que figuraban en primer lugar el ex alcalde de la ciudad Luis Castañeda Lossio, seguido por un ex ministro aprista, Enrique Cornejo, y en tercer lugar la alcaldesa de ese entonces, Susana Villarán.

La primera decisión era evitar que el ex alcalde acusado de serios delitos de corrupción volviera al poder. Los dos candidatos a elegir estaban entre el ex ministro aprista y Susana Villarán, quien había sido acusada de hacer una gestión bastante deficiente. Las lecciones de historia sobre el accionar del aprismo son suficientes como para saber que esa no era una opción a tomar. Por lo tanto quedaba la candidatura de Villarán como la posibilidad a seguir.

Es cierto que también hubo ahí denuncias al respecto, pero ninguna, hasta ahora, ha sido con peso que justifique su presunta culpabilidad. Es más, transcurrido los meses aquellas denuncias han perdido peso y sustancia, mientras que el recuerdo de Comunicore sigue bastante presente.

Una de las reticencias, la más importante, que provocaba el antivoto de Villarán era su ineficacia en la gestión. Resulta sintomático de una democracia débil como la nuestra que el apodo de “vaga” atribuido a Villarán tuviera más efecto de rechazo que el de “choro”, “corrupto” o “ratero”, que eran atribuidos al actual alcalde.

Era entendible, entre quienes votamos por ella la primera vez, nuestra decepción ante una gestión de la que se esperaba mucho más. Aun así no era motivo para dirigir nuestro voto hacia el ex alcalde que representa la tradicional forma de política que genera rechazo. Una lección capital de la democracia que debe aprenderse es la siguiente: la democracia está por encima de las ideologías y tiendas políticas.

Un imperativo entonces era votar nuevamente por la candidata cuya mayor acusación era de ineficiente o vaga, pero no por corrupción. Sin embargo esta acción sirvió para algunos para acusarla de conformismo y que, por lo tanto, lo mejor era votar en blanco.

Esta acción quizá no hubiera tenido un efecto cuantitativo importante durante el voto, mas demuestra un rasgo más significativo y preocupante: equivaler eficacia y corrupción a un mismo nivel.

La decepción de una cantidad considerable de personas ante la gestión de Villarán, pero también de rechazo a Castañeda los llevó a votar en blanco o viciar su voto. Aquello hubiera sido lo correcto si la motivación provenía de una percepción de corrupción de ese gobierno, sin embargo la realidad es que provenía de su ineficacia. Una vez más la democracia, así entendida, está al servicio de sus productos cuantificables, mercantiles y, por lo tanto, es un bien descartable.

Las consecuencias las tenemos ahora, paradójica e irónicamente, desde el factor cuantificable y material de su gestión. Es decir, intentar abrir un tercer carril sin planificación, ni estudios previos, construir un bypass con la misma metodología anterior, además se sesiones cerradas donde cuesta acceder a la información.  Pero lo más grave es esa lección de impunidad donde todos podemos ser criminales y triunfar en ello. Estas elecciones presidenciales no pueden ni deben ser iguales.


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